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En una casita, en medio del bosque, vivía una viejecita con sus gansos y una criada fea que cuidaba de ellos.

La anciana segaba ella misma la hierba y saludaba amablemente a todos los campesinos; pero éstos, sin saber por qué, le tenían miedo.

Un día, cuando ataba un haz de hierba y ya se disponía a cargarlo, pasó por allí un joven conde, que se compadeció de ella y le ayudó a llevar la carga.

Cuando llegaron a la casita, acudieron los gansos, con gran bullicio, a recibirlos. La vieja entró a la casa y sacó una cajita tallada con una sola esmeralda que entregó al conde.

- Toma esto – le dijo la anciana – en pago de tu atención. Quizá te traiga felicidad.

Se marchó en conde, despedido por el alegre graznar de los gansos, y se dirigió al palacio del rey donde fue acogido con mucha cortesía. Entonces, él obsequio a la reina la cajita de esmeraldas. Pero apenas la reina la hubo abierto, se echó a llorar, exclamando.

- ¡Cuán desgraciada soy! ¿De qué me sirve todo este lujo en medio de mi tristeza?

El conde le pidió le explicara la causa de su pesar.

Entonces la reina le contó cómo su hija menor fue una vez al bosque y nunca más volvió, resultando inútiles todos los esfuerzos por encontrarla. Ahora, al abrir la cajita, había visto en su interior la esmeralda que llevaba su hija.

El conde, le contó, a su vez, su encuentro con la vieja de los gansos.

- Acaso esté allí la clave del misterio – añadió – y si queréis, la visitaré de nuevo.

- ¡Si, id al punto! – dijo la reina –. Mi gratitud será infinita, si conseguís hallarla.

El conde fue a la casa de la vieja, se escondió entre unas matas y se puso a espiar. A poco salieron la anciana y la feísima criada de los gansos, se sentaron en el portal de la casa y se pusieron a hilar. Cuando vino la noche y salió la luna, la vieja le dijo a la muchacha.

- Es hora, hija mía, de que vayas a tus tareas.

La muchacha se levantó y se dirigió a la fuente. Se inclinó sobre el agua, y cuando se reincorporó, el joven conde no podía dar crédito a sus ojos: al plateado resplandor de la luna, el rostro de la cuidadora de gansos era el más bello que imaginarse pudo. Pero lo había tenido cubierto con una máscara…

El conde volvió a palacio y contó lo que había visto. Entonces, el rey y la reina se dirigieron al bosque, guiados por el joven conde.

Cuando llegaron a las cercanías de la casa, se adelantaron sin hacer ruido y observaron y observaron a través de una ventana iluminada. Sólo pudieron ver a la vieja hilando en su rueca.

Se decidieron a tocar la puerta y, con gran sorpresa suya, oyeron una voz muy dulce, que dijo:

- Podéis entrar; la puerta está abierta.

Así lo hicieron, y entonces la vieja se levantó de la silla para recibirlos con estas palabras:

- Ya os esperaba, y sé a lo que venís.

Llamó y apareció la princesa, más bella que nunca y primorosamente ataviada. Se arrojó en brazos de sus padres y éstos lloraron de alegría.

De pronto, se oyó un gran ruido, parecido a un trueno, y la humilde casa se transformó en un suntuoso palacio, con muchos criados que iban y venían ante una mesa bien servida. Entonces, se volvió a oír la armoniosa voz, que dijo:

- Este es el regalo que ofrezco a la buena princesita por lo buena y gentil que ha sido al cuidar los gansos.

Todos miraron al sitio donde partía la voz, pero la vieja había desaparecido. En realidad, ella era una hada buena.

Los gansos se transformaron en criados. El conde y la bella princesa se casaron y fueron muy felices.

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