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Este era un viejo sastre muy pobre y con tres hijos, cuyo único bien era una cabra a la que mimaba en extremo.

El hijo mayo llevó un día a la cabra a pastar, y, tras un momento, le preguntó si estaba satisfecha.

- Completamente; ya no puedo comer más – contestó está.

Al volver a casa, el sastre le preguntó al joven si la cabra había comido bastante. El mozo, le dijo que sí.

Pero el padre fue al establo y se lo preguntó a la cabra.

- No he probado bocado – dijo la cabra, de mal humor.

Tan furiosos se puso el viejo sastre, que echo de la casa a su hijo mayor. Luego envió al segundo de los hijos a que pastase a la cabra. Cuando el joven preguntó a éstas si estaba satisfecha, contestó que ya no podía comer más.

Al volver al hogar, su padre le preguntó si la cabra había comido lo suficiente. El joven dijo que sí, pero cuando el sastre fue al establo, el animal le dijo:

- No he probado bocado, porque no había ni una hierba en el camino.

Furioso el padre, echó a su hijo de la casa. Luego envió a su hijo menor a que hiciera comer hierba a la cabra. Y la misma escena se repitió con este hijo, siendo echado de la casa por el furioso padre.

El sastre llevó él mismo a la cabra a que comiese hierba. Y el animal repitió el mismo luego: dijo que estaba harta de comer, y al encerrarla en el establo, tuvo el viejo la ocurrencia de preguntarle si estaba satisfecha.

- No he probado bocado – afirmó la cabra – porque no había una sola hierba en el prado.

Esta vez, la furia del sastre fue contra la cabra, y la echó a palos de la casa. Veamos, ahora, los que había pasado con los hijos despedidos.

El mayor encontró trabajo en casa de un carpintero. Estuvo con él varios años, por lo que el carpintero le tomó cariño. Y cuando el joven le dijo que deseaba volver a casa, el maestro le obsequió una mesa mágica, a la que bastaba decirle: “¡Mesa, sírveme!”, para que ella se llenara de lo más exquisitos platos.

Por el camino pidió albergue en una posada. El salón estaba lleno de viajeros, quienes, al ver al humilde recién llegado, le ofrecieron un lugar junto a ellos, en la mesa. Pero el joven, olvidando su prudencia, les ofreció invitar un suculento banquete. Y, antes la sorpresa de todos, a la orden del muchacho la mesa se cubrió de ricos platos que saborearon los presentes.

Cuando se retiró a dormir, se llevó la mesita consigo.

- Si yo tuviera una mesa así – reflexionó el posadero – me haría rico sin ningún esfuerzo. Atendería a mis huéspedes sin gastar un solo céntimo.

Y recordando que en el desván tenía una mesa igual, aprovechando del pesado sueño del joven, se la cambió. De modo que, cuando el muchacho partió al día siguiente, no se dio cuenta del cambio.
Fue recibido por su padre con los brazos abiertos, y cuando el viejo supo de las virtudes de la mesita, quiso pavonearse ante los vecinos. Claro está que cuando el joven dio la orden, la mesa no se cubrió de nada. Y los vecinos se fueron riéndose del sastre.

El segundo de los hijos había conseguido trabajo en un molino. El molinero le tomó afecto, y cuando fue avisado por el joven de su retorno al hogar paterno, hízole un regalo.

Le dio un asno prodigioso que, cuando se lo pedían, arrojaba monedas de oro por el hocico.

Partió el joven y fue a hospedarse donde se había alojado su hermano mayor. Se sentó y pidió de comer, encargando al posadero que cuidara muy bien del asno porque tenía la virtud de arrojar monedas de oro. Esto fue comprobado cuando el joven le pidió al burro, monedas para pagar la comida.

- Este burro me vendría muy bien – se dijo el posadero – y por la noche, aprovechando el pesado sueño del joven, fue al establo y cambió al burro mágico por el suyo.

Cuando el viajero marchóse al día siguiente, no sospechó nada del cambio de los asnos. Cuando llegó a la casa del padre, fue recibido con los brazos abiertos, y cuando el viejo se enteró de la virtud del burro, invitó a todos sus vecinos para que vieran el milagro.

Es obvio que cuando el joven dio la orden, el burro permaneció impasible y no arrojó nada. Entre risas y burlas, se fueron los vecinos y el viejo volvió a su costura.

El tercero de los hijos había encontrado trabajo en el taller de un tornero, y como lo quería mucho, cuando fue avisado de su retorno al hogar paterno, le hizo un regalo.

- Toma este costal – le dijo – Dentro hay un palo. Basta que le sigas: “¡Palo, sal del saco!”, para que se ponga a moler las costillas de quien te ataque.

Partió el joven llevando consigo el costal, y fue a parar en la misma posada donde se alojaron sus hermanos. Pero al sentarse a comer, oyó al posadero que relataba con risas la mala pasada que había jugado a sus hermanos. Entonces, decidió darle su merecido.

- Me voy a dormir – dijo el joven – Posadero, indíqueme mi habitación. Pero me llevo mi saco, del que no me separaría por nada del mundo.

Como el pícaro posadero comenzó a maliciar que aquel saco debía contener algo muy valioso, resolvió robárselo. Llegada la medianoche, se acercó de puntilla hasta la cama del joven, y cuando ya estiraba el brazo para coger el saco, muchacho, que fingía dormir, gritó:

- ¡Palo, sal del saco!

Y el palo comenzó a dar una soberana tunda al pícaro posadero. El sinvergüenza gritaba pidiendo perdón.

- Te perdonaré enseguida, pero devuelve lo que robaste a mis hermanos – respondió el joven.

Y entre saltos y gritos, devolvió al muchacho la mesa mágica y el burro prodigioso, con los cuales llegó a casa de su padre, quien lo recibió alborozado. Entonces mostró a su padre los tres regalos mágicos. Y cuando los vecinos fueron invitados, esta vez sí que la mesa se cubrió de sabrosos manjares y el burro arrojaba relucientes monedas de oro.
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