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Carlitos, el hijo del pastelero, se sentía feliz; inmensamente feliz; su padre era repostero de la Casa Real.

Y no es que el niño estuviera orgulloso de la sabiduría de su padre, sino de lo riquísimos que hacía los dulces.

Cuando entraba en el obrador, empezaba a probarlo todo: pasteles, tortas, rosquillas y frutas en almíbar.

Un día, con motivo del cumpleaños de la princesa, el rey encargó a su pastelero una hermosa y rica tarta.

Como por arte de magia, y ante el asombro de Carlitos, fue apareciendo lo más bella tarta que pudiera soñarse.

Una vez terminada, su padre le ordenó: Llévalo a palacio y cuida no se estropee, pues sería nuestra ruina.

A poco de caminar, se paró a descansar. No pudo resistir la tentación y cogió una fruta, luego otra, después…

Cuando el rey vió la tarta se enfureció y mandó llamar al pastelero. Éste pudo convencerlo de su inocencia.

El rey le encargó otra tarta para el día siguiente y Carlitos, arrepentido de su glotonería, le pidió perdón.

Con gran esfuerzo de padre e hijo pudo acabarse, y la princesa celebró su cumpleaños como estaba previsto.

Fin
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